martes, 20 de abril de 2010

El niño indio y las tormentas

El pequeño niño indio sabía ya escuchar a los mayores. En su tribu todos los niños jugaban a juegos bárbaros y él debía también hacerlo, sabía que formaban parte de su crecimiento y aceptaba, pero realmente disfrutaba cuando callaba junto a los sabios, cuando éstos conversaban y contaban sus historias en ceremonias ancestrales. Aquellos relatos le cautivaban y los escuchaba sentado, apoyando su cara sobre sus manos, y sus codos sobre sus piernas cruzadas. Así -como le había enseñado padre- sentía el latir de la Madre Tierra, que parecía empujar hacia las bocas de los mayores el aliento necesario para pronunciar todas las palabras. Ese misticismo le hacía estar seguro de que eran verdad cada una de ellas y por eso adoraba atender a todas esas cosas que, sin embargo, él no podía ver con los ojos.

Una tarde se oscurecieron las nubes y el cielo se pintó de un color rojo. El niño indio se asustó por no haber visto antes esa luz. A sus siete años estaba presenciando solo la primera gran tormenta de su vida sobre la tierra árida de las montañas en que había nacido. Su cara de miedo se convirtió en manantial de lágrimas cuando vio luces fugaces inundando el cielo rojo y oyó los truenos que el eco multiplicaba a su alrededor. Aterrorizado, cerró los ojos fuerte y, en apenas treinta segundos, el agua le caló su única pluma del pelo. Entonces sintió un abrazo fuerte que le levantaba de la tierra. De entre los sabios, su abuelo le acababa de apartar de la lluvia, librándolo del peligro de los rayos que, al abrigo de la roca, a salvo, vio caer sobre los árboles que él había visto crecer. Su abuelo le enseñó ese día a comprender los signos celestes y la manera secreta en que sus antepasados llegaban a dominar y ahuyentar las tormentas. Él lo escuchó fascinado, como siempre. Y aprendió.

Por eso, en estas noches de tormenta, el joven indio mira al cielo para leer en él, se deja mojar por los primeros segundos de la violenta lluvia y busca cobijo en la Madre Tierra, que siempre le ofrece abrigo junto a las rocas o en cuevas. Y cuando está a salvo baila sobre sus propias huellas, recordando a sus hermanos árboles a los que el rayo partió y a la vez dando gracias al sol por no haber sido alcanzado él. Y cuando más intensos se hacen los relámpagos y más sonoros los truenos, el joven indio enciende una hoguera, prende con ella una ramita y la alza hacia las nubes. Y entonces se acuerda de los sabios, de su abuelo, y ejecuta la parte final del ritual. Cuando enciende esa luz, canta.

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