lunes, 15 de febrero de 2010

Sueño

El viento barría las cubiertas de los edificios, colándose por los entresijos de las tejas, buscando con fuerza alterar el mundo, cambiarlo todo. Yo acababa de cenar y no tenía calor; un jersey gigante me abrazaba el cuello con todo el cariño que me falta. A la puerta del restaurante me reencontraba con sus ojos, luciérnagas en la noche. Se enganchaban a mi brazo, como hilos plateados que unen universos invisibles, y caminaba junto a un parque lleno de pequeñas luces, las justas para darle forma a las plantas, a los árboles y al agua. Saltábamos la valla y nadábamos en el lago desnudos y al salir hacía frío. Mucho frío. Pero mi jersey de cuello smoking me abrazaba con todo el cariño que me falta. Y el frío cesaba.
En la calle ahora no había nadie, sólo unos coches aparcados recibiendo la helada. Entonces cogíamos carrerilla, cerrábamos fuerte los ojos y, en un instante como de suspiro, nuestros pies se despegaban del asfalto y viajábamos en el aire, planeando sobre las azoteas, viendo el teatro nuevo desde arriba, mirando la plaza de Santa María desde lo alto, como gárgolas de la catedral. Al punto estábamos en el castillo aterrizando. Dentro había almas vagando, armaduras abandonadas, escudos colgados de las paredes, banderines de victorias pasadas. Fuera había un coro de enamorados vestidos de San Valentín. No podía entender lo que cantaban. Clavábamos nuestros pasos en el empedrado que rodea a la fortaleza, y los cantos nos atravesaban las plantas de los pies cuando el viento comenzaba a soplar no como caricia, sino como daga. Fijábamos la mirada en la cruz iluminada al fondo y la lluvia de viento frío nos empujaba hacia ella. No podíamos negarnos y golpe a golpe llegamos. En la cruz del castillo todo el mundo se paraba. Confluían las energías de la Madre Tierra. Allí estábamos nosotros y las fuerzas desatándose, en una fusión espiritual y material, en un beso puntual del infinito. Mi bufanda se elevaba y sus flecos apuntaban a la cruz. Sus cabellos se alzaban como serpiente encantada, ondulándose, y las puntas se alargaban kilómetros hasta alcanzar cada una una estrella, a la que se unían para seguir luego agitándose violentamente, como las llamas de una hoguera cerniéndose sobre las luces de la ciudad. Los ojos me apuntaban como a quien no tiene opción, a quien no puede elegir ser herido, como quien va a ser magnetizado.
La montaña de enfrente, dorada en su manto blanco, abría los brazos desperezándose, como molesta de ser despertada de su cabezada de reina, y en su estirarse teñía de nieve la ventisca, lo congelaba todo, dejaba inmóvil aquel punto de energía. Se paraba el tiempo. Y dejábamos de existir por separado. Ojos cerrados. El viento, la nieve, las rocas y las murallas eran uno con nosotros. Y la noche se convertía en un fogonazo de luz, una luz sublime, inmensa, en cuyo corazón estaba yo, palpitante, vibrante, dudando si estaba yo en esos ojos, o esos ojos en mí, o si eran los míos o era yo ellos o ellos yo, fundido, desprovisto por entero de mí. En ese momento se me abrían los brazos, las palmas de las manos se extendían y mis dedos se enderezaban para abrazarlo todo, para arder por dentro sin quemarme. Y así, incendiados de vida, abríamos los ojos lentamente. Entonces un rayo me partía, me devolvía a mi consciencia. Todo era ruido de timbres, una melodía repentina a golpe de piedras. Y desperté de madrugada, con latidos acelerados, con los brazos cerrados y dulzura en los labios, rendido, ciego a rabiar, pero con semillas de luz. Un edredón gigante y verde me abrazaba con todo el cariño que me falta.

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