viernes, 29 de enero de 2010

Una tarta de las de siempre



Cuando era pequeño a veces tenía que quedarme en casa de mis abuelos maternos, donde aún vivía la hermana pequeña de mi madre, que estaba siempre pendiente de mí para jugar, y con ellos aprendí colores, olores y también sabores. Imaginad un patio con suelo de cantos rodados hincados en la tierra de la que brotaban en primavera las flores de la manzanilla y las del almendro y el rosal majestuoso que aún reina en el centro, con las parras enroscándose sobre una estructura de listones metálicos horizontales, que trepaban y recorrían de cabo a rabo creando el techo más exuberante que aquel niño había tenido cerca de su cabeza de pelos despeinados.



Visualizad con ojos de niño que los abre para preguntarlo todo, para aprenderlo todo, el verde de los tallos y el otro verde de las hojas, y el marrón de la tierra roja, el blanco de los pétalos de manzanilla, el amarillo de su polen, el rojo rosáceo, casi fucsia, de los pétalos de rosa, el encalado níveo de las paredes que la abuela repintaba cada año, la puerta gris de la cuadra con su ventanuco cuadrado dividido en cuatro cuadraditos por una cruz de varitas de hierro. Cerrad los ojos y sentid el aire lleno de matices, que yo buscaba con mi nariz, para investigarlos aquí y allá: rosas, manzanilla, el olor a patio de pueblo... Pensad los amarillos que el verano fabricaba de todo este patio, y la desnudez con la que lo vestía el otoño.


Y sin embargo entonces llegaba mi cumpleaños, ya sin flores, pero año tras año aprendiendo y corroborando el sabor de las tartas que mi tía me hacía, caseras. Tartas de galleta y crema como de natillas, avainillada. Chocolate de cazo, hecho al fuego, por todos lados. Letras en merengue fino o crema. Trazadas así las flores que ya no estaban en el patio, como adorno. "Felicidades" con sabor a silleta desplegable, a triciclo sencillo. Tartas con sabor a toda la vida. Una de esas quiero.

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