Yo tuve un tren de chico.
Un tren imponente
de verdad pero en pequeño
me parecía
por la consistencia de las pesadas vías
en mis pueriles manos endebles
el metálico runrún de sus traqueteos
y un asombroso humillo agrisado
que la locomotora exhalaba
en aquel infinito viaje circular
hipnótico y admirable
a mis alegres ojos de infante
que no conocían límites de tiempo
al mirarlo girar
para guardarlo con cuidado
hasta otra tarde.
El aciago día que mi hermano
jugando lo rompió
lloré de pena
honda pena por un tren
en el que mi imaginación
no podría ya viajar
nunca.
¡Qué zozobra trae el apego infantil a los objetos!
¿O era el sueño del viaje lo que moría?
El redondo día que soplaba los cuarenta
con mi familia
por sorpresa
mis chicas me acercaron
en sus pueriles manos
un regalo que su madre había ideado
y mis manos fuertes desenvolvieron
con expectación envolvente.
Un tren que evocaba el de antaño.
De repente yo
en el centro de un abismo dulce.
El hombre lloró infinita una sonrisa
que dejaba oír la carcajada del crío
que se asomaba a sus ojos
de puntillas.
Mientras, con sus temblorosas manos
parecía dibujar el humillo
y olerlo
y musitar chu chu chu
el anciano que seré
las tardes mustias
en la penumbra del salón
o con mis hijas al lado
las noches luminosas
y con nietos si vienen
entusiasmado latido
eco que llegó mañana de aquel hoy
que no es pasado
aún
jamás.
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